VENGA A NOSOTROS TU REINO

 

  Al instituir la fiesta de Cristo Rey, Pio XI, no ha pretendido sino proclamar solemnemente la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo sobre el mundo.

      Rey de las almas y de las conciencias, de las inteligencias y de las voluntades, Cristo lo es también de las familias  y de los pueblos, de las ciudades, de las regiones y de  las naciones; en una palabra, Rey de todo el Universo.

      Como lo ha demostrado Pío XI en su encíclica QUAS PRIMAS, del 11 de diciembre de 1025, el laicismo es la negación radical de esta realeza de Cristo; La irreligiosidad del espíritu del 78 al organizar la vida social como si Dios no existiese, promueve y engendra la apostasía de las masas conduciendo inexorablemente a la ruina de la Patria, de la sociedad, de las familias y de las personas, quienes al suplantar la Eucaristía por los frutos del árbol de los derechos humanos,  en masónica armonía con el poder sin rostro, no sólo han perdido su semejanza con el Creador, sino que han perdido su digitad y por tanto la parte más preciosa de su ser para dejar de ser y convertirse, así, en nada, en marionetas democráticas movidas por las cuerdas del oropel de la vanagloria y de la petulancia que ensalza el orgullo no viril con marchamo laicista, en lugar de festejar en una proclamación solemne la realeza universal de Nuestro Señor Jesucristo.

      Una de las visiones más hermosas del Apocalipsis, es, a título personal, aquella en la que el Cordero de Dios, inmolado, pero ya victorioso en la gloria, es aclamado por la muchedumbre innumerable de los ángeles y de los santos. Aclamación que nos ha propuesto Pío XI al señalar a Fiesta de Cristo Rey como el coronamiento de todos los misterios de Cristo y como la anticipación, en el tiempo, de la realeza eterna que ejerce sobre todos los elegidos en la gloria del cielo. La gran realidad del cristianismo es Cristo resucitado reinando con todo su esplendor en su victoria en medio de los elegidos, que son su conquista. Y es Cristo resucitado al que proclamamos, porque somos hijos de  la  Vida y no de la muerte, y porque alimentados con el pan que da la inmortalidad, le pedimos a Cristo Rey, que cuantos nos gloriamos en militar bajo las banderas de su realeza, podamos con Él mismo reinar por siempre en el cielo.

      Mientras vivimos con el gozo de esa esperanza, no dejemos un solo día de pregonar: “Venga a nosotros tu reino”, para acallar a la turba criminal que vocifera: “No queremos tu reino”. Recemos al Rey de reyes y Señor de los señores para que las almas rebeldes, desposeídas de Paz, y extraviadas puedan reunirse en un solo redil,  con la única puerta de salvación, que ÉL nos abrió colgado de la sangrienta cruz, con los brazos abiertos y mostrando en su Corazón traspasado por cruel lanza el más grande y ardiente amor. Un amor que se derrama diariamente en los altares bajo la figura de pan y de vino.  Un amor, presente en pecho traspasado por las leyes inicuas que promulgan los que gobiernan nuestra nación. Un amor sangrante en pecho herido por aquellos que, estando obligados a dar la cara, vuelven la espalda. Un amor en pecho llagado y si cicatrizar a causa de los mismos que, otrora se vanagloriaban de su traje talar en mil actos públicos, y hoy se amparan en el mal menor de su propia cobardía. Un amor a pecho abierto, sin embargo, a cuantos le ensalzamos como Rey de nuestras vidas, de  nuestras inteligencias y de nuestros corazones. Un amor que deseamos resplandezca por las regias insignias ofrecidas por las gentes que someten, al suave cetro de ese Amor, sus  hogares y su Patria.
 

José Luis Díez Jiménez

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