NECESIDAD  DE  UN NEOCONFESIONALISMO

 

  (Conferencia en las Jornadas de la Unidad Católica, Zaragoza el 21 de abril de 2001)

  Queridos amigos:

 

Ante todo, ¡muchas felicidades!

 

¡Aleluya! porque estamos en tiempo pascual, pero más todavía porque esta es la primera Pascua de Resurrección del siglo XXI, al cual Dios nos ha dado llegar y poder celebrarlo juntos.

 Claro que si nos quiere tener aquí, en este nuevo siglo, es porque espera algo de nosotros, que debemos esforzarnos en darle, dentro de nuestras posibilidades y carisma.

 Y el Papa nos ha marcado la línea general de ese ‘algo’ en su carta Novo millennio ineunte, que nosotros inmediatamente nos aplicamos. Y es que nosotros podemos ser críticos con ciertas medidas de gobierno en la Iglesia, pero como católicos estamos, y estaremos siempre, con el sucesor de Pedro, con cada Papa concreto y no con un principio abstracto.

 Juan Pablo II ha tomado como consigna con que afrontar el siglo entrante la frase evangélica -en latín- ‘Duc in altum’ (Remad mar adentro, Lc. 5,4), que es frase de conquista, de avance ambicioso confiado en el auxilio divino.

Y mi particular contribución a estas jornadas es comentar como el bogar mar adentro para nuestro carisma particular se convierte en conocer y difundir la necesidad de un ‘neoconfesionalismo’.

 

 

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      Neo-con-fe-sio-na-lis-mo. La palabra es fea y enrevesada, pero tiene también su cierta gracia como procuraré decir.

      Hasta ahora la he visto ya varias veces en los artículos de esos sesudos teólogos, únicos cristianos a los que El País abre sus páginas para contradecir todo el Magisterio de la Iglesia y la enseñanza de Cristo en nombre de esa filosofía ‘políticamente correcta’ a la que denominan teología.

     Pues bien, cada vez que nuestros obispos denuncian un pecado legalizado o una carencia social (píldora abortiva, parejas de hecho, clases de religión inadecuadas) se oyen las voces de hipócrita preocupación de ateos y cristianos progresistas: "por este camino vamos a caer en un neoconfesionalismo".

     Pero es que el enemigo es perspicaz y tiene razón, porque sabe comprender que la lógica de los principios cristianos, una vez aplicada a un solo punto, reclama su aplicación a todos, y que convertida una enseñanza cualquiera de las citadas en el sistema entero que la justifica nos encontramos con lo que donosamente han bautizado como neoconfesionalismo.

     Pero la palabra me atrae también por la similitud con la peripecia del neotomismo. El cultivo de la filosofía -y aun de la teología- de la Iglesia entró en clara decadencia en el siglo XVIII, el cual terminó en la apoteosis anticristiana de la Revolución francesa y el Imperio Napoleónico, con sus guerras y trastornos.

     Cuando aquel doloroso trance concluyó y, hace ya más de siglo y medio, empezaron a restaurarse los estudios eclesiásticos, existía una clara voluntad de confesar la Fe, pero también una profunda desorientación en cuanto al sistema de pensamiento que emplear para ello.

     De hecho, en las primeras décadas del siglo XIX la filosofía tomista comenzó a cultivarse en los estudios jesuitas por ser más profunda y satisfactoria que las tendencias existentes, pero clandestinamente y sin textos impresos, y hasta fue perseguida en el interior de la Compañía hasta que su rigor, su connaturalidad con la Fe y su tradición procedente del propio San Ignacio se abrieron paso, de tal modo que en 1879 la encíclica Aeterni Patris de León XIII consagraba la preferencia oficial de la Iglesia por los estudios que siguieran la estela abierta por Santo Tomás.

     El neotomismo subrepticio de cuarenta años antes había triunfado, y se había retornado a aquel prestigio que Santo Tomás poseyera en la época del Concilio de Trento cuando la Suma Teológica estuvo en el aula conciliar junto a la Sagrada Escritura sobre el altar.

     Es más, cuando dicha escuela llegó a su plenitud el retorno fue tan completo que el neotomismo se contempla ahora como una etapa necesaria y brillante del renacer de la filosofía cristiana, pero incompleta o imperfecta en su recuperación del pensamiento del Doctor Angélico, y hoy se prefiere el apelativo de tomismo a secas.

     Con el dichoso ‘neoconfesionalismo’ deberá, con la ayuda de Dios, y esperando el tiempo necesario del desarrollo natural, ocurrir lo mismo.

     Y nosotros, las Uniones Seglares, estamos llamados de una manera especialísima a actuar como puente para la propagación de ese neoconfesionalismo en las filas católicas, una vez pasada la doble conmoción del siglo XX: en el mundo la revolución comunista, y en el interior de la Iglesia la auténtica revolución subversiva de todo en nombre del progresismo ‘conciliar’.

     Por último, y como referiré al final, la idea de una confesionalidad de algún modo nueva está ya contemplada en algún importante texto de los más seguros y queridos maestros católicos.

 

 

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      Para las Uniones Seglares, a las que nos reúne en Zaragoza la tensión por la Unidad Católica de España, la cuestión de la confesionalidad católica del Estado es capital, por cuanto la unidad católica es una realidad sociológica consagrada por un compromiso constitucional y amparada por medidas restrictivas de la difusión de corrientes adversas a la Fe verdadera.

      A nosotros, como laicos que vivimos en el siglo la cuestión de la política católica nos es de vital importancia, porque de ella depende que nuestra vida cotidiana, y la de las familias que encabezamos, sea conforme con nuestra condición de hijos adoptivos de Dios y la favorezca, o por el contrario la dificulte.

      Es una gracia muy especial que hemos recibido el que conozcamos y mantengamos, íntegra y nítida, la doctrina católica acerca de la política, que conviene que refresquemos brevemente:

      Política católica no es el deber de los políticos católicos de ser ‘buenecitos’ y no aprovecharse del cargo.

     Por supuesto que la deontología del político forma parte de la moral social cristiana, pero no es su parte sustancial y característica. Y nunca podrá consistir en cumplir bien con deberes malos. La política católica ha de ser una política moral, pero esa moralidad no ha de radicar sólo en el sujeto agente, sino también en el objeto obrado. Y no basta con que los políticos católicos se santifiquen en la política, también deben santificar la propia política.

     La política católica, en cuanto política moral, sometida al dictamen de la Iglesia, no puede serlo fragmentariamente en algún campo concreto muy llamativo o de nuestra preferencia; por su propia naturaleza debe ser integral.

     Llegados a este punto conviene añadir que la política católica no es sólo la política atenida a la moral natural. Existe una Revelación que ofrece a la política cuestiones morales específicamente cristianas, como lo es el papel en la vida social del Pecado Original, que no se puede eludir como si no existiera.

      Y ese plus cristiano no es la existencia de una política religiosa. Política religiosa como actitud del poder público respecto a la religión existe en todos los regímenes, ya sean perseguidores, agnósticos o paganos como si son cristianos.

     Yerran por tanto quienes creen que la política católica es aquella que añade a la política moral natural un pequeño capítulo sobre los dos poderes y las dos sociedades perfectas, el respeto a la independencia y libertad de la Iglesia y los consiguientes acuerdos, antes llamados concordatos, incluso si ese capítulo se redacta según criterios rectamente cristianos.

     El defecto en que tantos cristianos, con o sin buena fe, incurren es olvidar que los deberes que obligan a los hombres individualmente también les obligan en conjunto, considerados en sociedad constituida; incluido el Primero, pues no sería omnipotente un Dios cuyas criaturas escaparan a su obediencia al asociarse unas con otras. Y junto a él este otro defecto: que la política católica no puede reducir su campo a las garantías ofrecidas a la Iglesia. Incluso si ésta renunciara a reclamar del estado determinados derechos y concursos nunca podría desligar a aquel de sus deberes intrínsecos en todos los terrenos, incluyendo el religioso.

     El elemento nuclear de la política católica dimana del Primer Mandamiento, hoy tan rebajado a base de pretender asegurar, por principio y no por misericordia, la salvación de los no cristianos.

     Amar a Dios sobre todas las cosas implica en pura lógica reconocerLe, darLe culto y servirLe. Y en la misma medida en que se comprenda que hay un solo Dios verdadero, y se tenga conocimiento de que se nos ha revelado manifestándonos su Ser y su Voluntad, esas obligaciones habrán de ajustarse a la verdad de Dios: reconocerLe tal y como Él se nos revela, darLe el culto que Él mismo ha establecido, y acatar todos los Mandamientos que de este modo nos constan sin posible duda.

     La política que dimana del Primer Mandamiento, si es específicamente cristiana, supone entonces que el Estado reconozca como único Dios verdadero a la Santísima Trinidad; que la dé culto público de acuerdo con el rito católico; que se ciña fielmente en sus actos a la moral, de acuerdo con la interpretación autorizada de la Iglesia Católica; que reconozca a ésta todos los derechos y prerrogativas que su Fundador quiso concederle; y que, en suma, acepte la Soberanía Social de Cristo Rey.

     Todo ello constituye el núcleo de la política católica del cual dimana una política moral en la sociedad civil y en todos y cada uno de los cuerpos intermedios, una política religiosa correcta para con la Iglesia Católica y los otros cultos (los cito por separado precisamente porque no pueden ser objeto de idéntico trato), y el fundamento de una deontología honesta de los políticos. A ese núcleo se refieren también directamente, y le están asociadas habitualmente, algunos prolegómenos y cuestiones prácticas derivadas.

     Cuestión práctica subordinada, y estrechamente ligada a ese núcleo, es la política de los católicos, en tanto que esfuerzo común de éstos en el interior de una sociedad (de cualquier magnitud) en pro de la causa de la religión. Es la acción colectiva que éstos han de desarrollar circunstancialmente en el seno de las sociedades apóstatas para paliar, contener y revertir los males de la secularización moderna. Sus principios son de orden combativo o táctico, y, como tales, subordinados y no centrales, prudenciales, e incluso discutibles.

      Pero aunque algunos reduzcan la política de los católicos a defender la causa de la libertad de la Iglesia, o de la política moral en algún terreno particular, lo cierto es que no se puede concebir coherentemente sino como medio transitorio y subordinado para el triunfo de la política católica en su sentido estricto y pleno.

      Quedamos, pues, en que la respuesta específicamente cristiana acerca de la política del Primer Mandamiento constituye el núcleo radical y original que confiere su sentido a la política específicamente católica, y, en general, a toda la política católica que, por supuesto, es mucho más amplia.

      Lo indicado más arriba constituiría la política católica nuclear. Comprende los deberes religiosos de la sociedad civil, polarizados en torno a lo que se ha denominado confesionalidad del Estado, y el área de las relaciones de éste con la Iglesia. Otra cosa es que la tendencia a dar el nombre del todo a la parte más señalada conduce a que vulgarmente la política católica se asimile con el conjunto que integran dicha política católica nuclear y la política de los católicos en defensa de aquella.

      Considerado ya el conjunto de la política católica podemos repetir, porque siempre es bueno, que la confesionalidad de una sociedad, en su sentido pleno, incluye dos órdenes de deberes positivos religiosos: en el orden espiritual, dar culto a Dios, favorecer la vida religiosa de los ciudadanos y reconocer en la misión de la Iglesia la presencia de Cristo en la historia; y en el orden temporal, inspirar la legislación y la acción de gobierno en la ley de Dios propuesta por la Iglesia. Esa es la síntesis luminosa de Monseñor Guerra Campos. (Confesionalidad religiosa del Estado, Hermandad Nacional Universitaria, Madrid 1973)

      Conviene saber muy bien que no es un razonamiento sólo, sino multitud de razones independientes las que convergen en la conclusión de instituir la confesionalidad del Estado y de todas las sociedades, a saber:

 

     el reconocimiento práctico del Señorío divino sobre la sociedad, como razón teológica;

     la perfección cristiana de la necesidad ineludible de toda sociedad de poseer una ortodoxia pública;

     el bien de las almas, a las cuales deben las sociedades facilitar su vida moral y religiosa en lugar de obstaculizarlas;

    

     y para ofrecer a los católicos la oportunidad real de ejercer su pluralismo en cuestiones políticas concretas, que, de otro modo, siempre quedará supeditado a la causa superior de la religión en la política mientras la política católica no esté consagrada como marco constitucional.

     La existencia de tan variadas pero concertadas razones convierte en ilusoria la pretensión de refutarla con alguna objeción efectista: para descartarla deberían ser todos sus variados y firmes fundamentos los refutados y no uno solo, máxime cuando los argumentos contrarios suelen ser especiosos e inconcluyentes. (Consúltese Luis María Sandoval, La Catequesis Política de la Iglesia, Madrid, Speiro, 1994)

 

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     Hemos repasado hasta aquí la doctrina tradicional de la política católica y de la confesionalidad pública.

     Si ya existe, como hemos visto, ¿por qué entonces la necesidad de un neoconfesionalismo?

     La necesidad del neoconfesionalismo del título de esta intervención es la aplicación a nuestro terreno de la Nueva Evangelización a la que el Papa nos exhorta sin cesar.

    Y no es que el Evangelio que hayamos de predicar sea nuevo, pero sí lo son las circunstancias, de reevangelización de pueblos que han dejado en distinta medida de ser cristianos, y sí lo debiera ser el aliento y la energía que pongamos en la tarea.

     En el caso del ‘neoconfesionalismo’ tales novedades se constatan en varios terrenos.

     La novedad de término no suele ser aconsejable, pero tampoco es de suyo mala. Hay que tener en cuenta que el término ‘confesionalidad’ no consta en ninguno de los grandes documentos del magisterio pontificio sobre nuestra materia. En realidad es un término de origen ajeno, posiblemente procedente de aquellos protestantes que proclamban y destejían diversas ‘confesiones’ de su fe y que implantaron en Europa el principio ‘cuius regio eius religio’. El Magisterio ha empleado otras expresiones, muy varias, al mismo tiempo más amplias en su alcance y más bellas, como los ‘derechos de Dios’ o el ‘Reinado Social de Cristo’.

     En este sentido, el texto que debemos sabernos de memoria, como principal argumento de autoridad contemporáneo en que hemos de apoyarnos, es el del Concilio Vaticano II que dice: "Ahora bien, como quiera que la libertad religiosa que exigen los hombres para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo" (Dignitatis humanae, § 1).

     Texto en el que, junto a la expresión central ‘deber moral de las sociedades’ se hace la única referencia expresa de todo el Concilio a ‘la verdadera religión’ ligada a la ‘única Iglesia’, en que se alude a la vigencia íntegra de la doctrina tradicional, y en el que el plural ‘sociedades’ introduce jugosas cuestiones sobre los deberes religiosos de los cuerpos intermedios y no sólo de los estados.

     En realidad yo no propongo que postulemos tanto el término neconfesionalismo, que podemos aceptar -e insinuar- como una descripción externa, cuanto la aplicación de este giro, particularmente autorizado, del ‘deber moral de las sociedades para con la verdadera religión y única Iglesia de Cristo’. A los ojos de nuestros hermanos en la Fe podemos presentarlo con verdad como una enseñanza ignorada y pendiente de aplicar del Concilio.

      Por el contrario, el término ‘confesionalidad’ hoy no es conocido por la mayoría de los católicos educados en los últimos veinte años o más, y lo que les puede evocar suele estar asociado a prejuicios infundados pero profundos. Para esas generaciones plantearles de entrada la cuestión de ser o no partidarios de la confesionalidad católica del estado carece de sentido por crasa ignorancia, y su eventual rechazo tampoco tendría un valor de repudio de la doctrina católica, pues lo más posible es que crean rechazar en él determinados extremos que no forman parte de la doctrina católica y de los contenidos de la verdadera confesionalidad.

      Este punto da en la clave de la necesidad del neoconfesionalismo, nuevo en cuanto dirigido a catequizar en política católica a nuevas generaciones de hijos de la Iglesia que ignoran casi todo de la tradición humana de la Iglesia.

      La implantación de la confesionalidad católica del estado en España pasa por un objetivo intermedio, arduo de por sí: que un número significativo de los católicos acepte y asuma que la doctrina más arriba expuesta no es que sea admisible para un católico y compatible con su religión (lo cual habrá de ser lo primero), sino que precisamente es la doctrina obligatoria que ha de profesar y procurar llevar a la práctica.

      Para eso, el gran obstáculo de hoy es la ignorancia y no la mala fe, como hace treinta años. Esa ignorancia -y algunos prejuicios vagos- son ciertamente la herencia de aquella desviación culpable de la doctrina católica que hubo de impugnar, casi en solitario, Guerra Campos. Pero la generación de ahora no es de suyo culpable (nadie le ha explicado nada), ni malintencionada, tan sólo profundamente desorientada.

     Y vemos que en la medida en que existe una formación religiosa seria la desazón por no encontrar una satisfactoria política católica existe ya, y cada vez más. En determinados foros de internet, como en la revista Hispanidad, no sólo se critica al PP por sus medidas inmorales, sino que se pide un partido auténticamente católico, y José María Permuy y otros pueden publicar amplias cartas explicando los males de la democracia cristiana y a la vez como las Fuerzas Nacionales que subsisten son partidos -pequeños, desde luego- que confiesan a Cristo y se atienen a su moral.

      Personalmente tengo algunas experiencias positivas: he dado alguna conferencia en el Regnum Christi sobre esta materia, seguida con atención y con sorpresa en todo caso, pero no con rechazo. También me he reunido con católicos procedentes de diversos movimientos apostólicos para manifestar a diputados del PP el descontento estrictamente católico con su política, iniciativa impensable hace unos años. Incluso un universitario me ha pedido material para hacer un trabajo de curso sobre la confesionalidad católica. Por supuesto le remití a Guerra Campos en primer lugar y a Verbo después, sin dejar de mencionar el P'alante.

      Muy despacio, y de modo titubeante aún, ante el vacío de política católica, algo se está moviendo ya al respecto en las conciencias del catolicismo español.

     Nuestra tarea es conducirles de modo seguro a las conclusiones adecuadas, sin imponerles más cargas que las imprescindibles (según Act. 15,28; y me refiero a nuestras propias preferencias).

      Para eso es para lo que hemos recibido el don de conservar en nuestro seno el conocimiento y la experiencia de la política católica. ¡Claro que es una tarea descomunal, de dimensiones oceánicas! Pero por eso nos ha dicho el Papa "remad mar adentro".

      Pero la idea de neoconfesionalismo también ha de implicar, digámoslo sin miedo, la necesidad de ciertas novedades en el pensamiento (he dicho pensamiento, no doctrina).

      La doctrina tradicional de los deberes religiosos de las sociedades no puede cambiarse, pero sí nuestra comprensión y aplicación más profunda y matizada. Hay consecuencias y matices que proceden de la experiencia en la misma medida en que la confesionalidad de las sociedades ha sido una tradición de los pueblos católicos plasmada en instituciones y prácticas susceptibles de mejora.

 

 *   De una parte no sería responsable por nuestra parte ignorar la existencia de frutos incongruentes, y aun contradictorios, en la última experiencia de confesionalidad española. ¿Cómo tanta enseñanza religiosa, tantas prerrogativas concedidas a la Iglesia, pudieron ser sucedidas por el presente estado de cosas?

      Es cierto que sobrevino la crisis periconciliar, pero ¿eso nos exime de analizar la concurrencia de otras posibles causas? ¿Acaso no se aprovecharon todas las posibilidades que la confesionalidad del Estado Nacional ofreció a la Iglesia? ¿Acaso hubo laicos, clérigos y religiosos que abusaron de ellas hasta producir efectos contraproducentes? De todo aquello ¿no habrá ninguna lección que sacar ni nada que corregir? Mucha soberbia sería esa y los que no aprenden de los errores del pasado se verán recayendo en ellos agravados.

 

 *    En un sentido metafísico la confesionalidad del Estado es mejorable en su aplicación porque es algo eminentemente positivo. Los preceptos negativos son radicales en su exigencia y simples de ejecutar, pero en los positivos, de amor, siempre cabe avanzar más, e inventar nuevos modos de plasmación.

       Recientemente, Manuel de Santa Cruz nos exponía en la Unión Seglar de Madrid la necesidad de tener muy en cuenta el precedente en materia de confesionalidad de un texto legal con vigencia no muy lejana, el principio segundo del Movimiento Nacional.

 

 Tras leer su texto

 

       "La nación española considera como timbre de honor el acatamiento a la Ley de Dios, según la doctrina de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, única verdadera y fe inseparable de la conciencia nacional que inspirará su legislación" (Ley de Principios del Movimiento Nacional, II).

       Nos recalcaba que tenía un valor áureo porque superaba en sus términos lo que hubiera sido el mínimo exigible. Por eso mismo, y de acuerdo con nuestro concepto progresivo de la tradición, no debemos tender meramente a restablecerlo tal cual, sino a superarlo en las afirmaciones y las aplicaciones cuando llegue la ocasión.

      No se crea que cuanto llevo dicho acerca de las ‘novedades’ que incluye la noción de neoconfesionalidad propugno inconscientemente un nuevo desviacionismo encubierto. Para desvanecer escrúpulos voy a citar a varios maestros católicos de indudable tono contrarrevolucionario:

       El papa San Pío X, al condenar las novedades del movimiento demócrata cristiano francés Le Sillon escribió así:

      "No, venerables hermanos -hay que recordarlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que cada individuo se convierte en doctor y legislador- no se edificará la ciudad de un modo distinto a como Dios la ha edificado; no se levantará la sociedad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización cristiana no está por inventar, ni la ciudad nueva por construir en las nubes. Ha existido, existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques siempre nuevos de la utopía malsana, de la revolución y de la impiedad: omnia instaurare in Christo". (San Pío X, Notre charge apostolique, 1910, § 11).

      Algunos amigos nuestros llamaron la atención al comentar este texto sobre la doble tarea de restaurar e instaurar. No simplemente restaurar en su estado anterior, sino de ‘instaurarla’ con cuanto significa de novedad, ya fuera en los lugares (que no hubieran conocido antes régimen de Cristiandad) o en las modalidades, pues nunca habrá institución humana que contenga la plenitud del espíritu cristiano, ni siquiera en materia social.

     Otro autor nada ‘aperturista’, el profesor Plinio Correa de Oliveira, dedicaba uno de los breves capítulos de su obra por antonomasia a sentar que:  "Mientras tanto, por fuerza de la ley histórica según la cual el inmovilismo no existe en las cosas terrenas, el orden nacido de la Contra-Revolución deberá tener características propias que le diversifiquen del Orden existente antes de la Revolución. Claro está que esta afirmación no se refiere a los principios, sino a los accidentes. Accidentes de una tal importancia que merecen ser mencionados". (Plinio Correa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, Parte II, capítulo II).

     Y prosigue sugiriendo que las innovaciones más previsibles provendrán de la experiencia de los males padecidos, poniendo más discernimiento y energía en la materia objeto de los errores pasados.

     Siguiendo esa idea me atrevo a proponer que el neoconfesionalismo en ciernes deberá haber profundizado teóricamente en algunas cuestiones como las que siguen para prevenir nuevas rupturas:

 

    compatibilizar siempre más la sociedad confesional con la responsabilidad personal por la Fe; si los maestros espirituales nos previenen contra la rutina la instalación jurídica de la confesionalidad puede llegar a tener efectos sociales semejantes:

 

     analizar en qué medida las exigencias de la confesionalidad han de restringirse al orden de lo natural (como insisten tanto nuestros pastores hoy) sin imponer obligaciones cristianas personales, y como, sin embargo, el magisterio de la Iglesia sólo procede de una misión y una gracia sobrenaturales; en consecuencia procederá dilucidar mejor si el Primer Mandamiento no es una exigencia de orden natural para individuos y sociedades, incluso sin Revelación.

 

      por último ejemplo nuestro, terminar de resolver la cuestión de la libertad religiosa no incompatible con una confesionalidad (Dignitatis Humanae § 6), su fundamento y exigibilidad. Es esta una cuestión que no sólo proviene de un contagio liberal, puesto que también surge al compararnos con la falsa religión mahometana: me parece un error injurioso creer que las exigencias de la confesionalidad cristiana serían idénticas que las de un estado islámico sólo que al servicio de la Fe verdadera, porque el Señor verdadero también se distingue en el modo con que desea ser servido, esto, y la creciente amenaza de la sharía o ley islámica, son otra causa de proponer la cuestión.

 

      Retornando a los maestros que contemplaron la necesidad de renovar la confesionalidad, concluyamos citando a nuestro venerado José Guerra Campos en su largo artículo "La Iglesia y la comunidad política. Las incoherencias de la predicación actual descubren la necesidad de reedificar la doctrina de la Iglesia", publicado en Iglesia Mundo nº 384, 1989, luego en Verbo nº 359-360, 1997.

      Nos decía así: "Las incoherencias entre la predicación acerca del sistema del pluralismo permisivo y la predicación acerca de sus aplicaciones concretas denotan un déficit de reflexión, quizá un desinterés por la verdad y por la trascendencia práctica de la misma" [...] "Fluye de lo expuesto que en el campo de la moral aplicada a la vida pública la Iglesia necesita no sólo que se cumpla lo que enseña, sino volver a enseñar lo que se ha de cumplir. Y esto incluye: reafirmar su doctrina, rescatarla de las exposiciones falseadas, y quizá reajustarla, integrando los fragmentos con unidad orgánica;..." [...]  "El epílogo es una pregunta: promover lo indicado sobre el compromiso moral del régimen político y sobre la misión positiva del poder civil respecto a la vida religiosa ¿no llevará de nuevo a la Confesionalidad? Como disponemos de poquísimas líneas, mejor será no enredarnos ahora en palabras que actúan como fantasmas e ir derechamente a los significados".

      Dejando de lado esta última exhortación a centrarse en los significados y no en los términos que producen temores infundados -eso son los fantasmas-, vemos de qué modo, desde el mismo título, Guerra Campos hablaba de reedificar la doctrina política de la Iglesia, y luego incluso consideraba la posibilidad de reajustes en ella.

      Al respecto me veo obligado a narrar una pequeña anécdota personal muy significativa. Con motivo de su última conferencia en Fuerza Nueva le pedí Monseñor Guerra Campos que me firmara en su folleto anteriormente citado de la Confesionalidad religiosa del Estado, en el que yo había aprendido y que yo he recomendado siempre que he podido. Para mi desconcierto, antes de estampar su firma, me insistió en que lo que allí constaba debía entenderse bien y aplicarse al momento.

 

 

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      Pues ya está todo dicho menos lo más importante: resumir en puntos claros nuestra tarea.

     Tenemos que colaborar al advenimiento del neoconfesionalismo que, cada vez con más seguridad, ha de venir. Y hemos de aportarle aquello que, no por nuestros méritos sino por gracia, poseemos, que es el recuerdo de la doctrina íntegra acerca de la política católica. Se trata de un nueva evangelización de las propias filas católicas en lo que hace a la doctrina política de la Iglesia. Y la podemos concretar en torno a cinco puntos.

 

       1 – Conocer bien, muy bien, los significados con independencia de las palabras para detectar el error o la buena intención del interlocutor más allá de su expresión deficiente. No cabe olvidar que en toda lengua viva el sentido de los vocablos cambia con el tiempo, y, efectivamente, expresiones que fueron engendradas como descafeinamientos hoy pueden ser empleadas por algunos como expresión de un catolicismo integral, por no conocer siquiera otras mejores. No podemos rechazarlos, y menos indisponérnoslos corrigiéndoles de entrada su habla.

 

      2 – Saber argumentar inductivamente, elevándonos de la cuestión concreta que mueve al cristiano de filas a escándalo y demanda de solución a la perspectiva integral de la política católica.

 

      Parafraseando a Chesterton toda la política católica se puede derivar arrancando de un niño:

 

     Como es necesario que un niño reciba la educación y el afecto de su padre y de su madre es preciso que éstos no estén ausentes del hogar todo el día; para que no precisen de un doble pluriempleo hace falta un salario justo -no empleos basura liberalizados- y ayudas familiares; y para que haya salarios justos y ayudas familiares hacen falta políticos católicos que las voten.

     O, como es necesario que un niño se sienta seguro con un padre y una madre, es preciso que ninguno de ellos pueda abandonarlo ni tampoco que pueda verse convertido en conejillo adoptado de parejas aberrosexuales; para que así sea las leyes no pueden implantar ni las parejas de hecho ni el divorcio; y para ello hacen falta políticos católicos que lo impidan con su voto.

      Para que un niño viva sano y feliz es preciso primero que viva, no que se le mate tempranísimamente, pero eso no es una cuestión sentimental, sino política, que requiere que la ley le proteja a él y no a los infanticidas; y para ello hacen falta políticos católicos que conduzcan la proscripción del aborto.

     Y así en tantas otras materias debe ser siempre nuestra predicación inductiva, lo cual nos exige formarnos tanto en el conocimiento profundo, para saber asir la cuestión por cualquier parte, como en la paciencia.

 

 

     3 – Al católico al que se le induce a remontarse a la necesidad de política católica, una vez instalado firmemente en esa convicción, hay que mostrarle la necesidad de una política integral, que abarque otros puntos a los que no sea en principio tan sensible (por otra parte sentimiento y criterio son cosas muy distintas).

 

     4 – Posiblemente tengamos que combatir la tentación que he llamado pelagiana por la que algunos cristianos desearían que la bandera de la política moral -y moral concorde con la Iglesia- no fuera explícitamente cristiana. Eso denota una falta de formación espiritual profunda acerca de la preeminencia de la Gracia en nuestro obrar, pero no es una batalla imposible, al contrario, cuando el interlocutor tiene sinceros deseos de comportarse como cristiano, y en cualquier caso es una cuestión que no se puede eludir.

 

     5 – Finalmente se tratará de inducir a integrarse en un partido católico, partiendo de la concepción correcta de que, por existir cuestiones opinables, no ha de ser único -justificación frecuente para no comprometerse- sino varios, con tal de que se reconozcan mutuamente como tales y obren concertadamente en defensa de lo fundamental.

 

 

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     Pues eso es todo, que no es poco propósito.

     Un último consejo: como nuestra predicación así planteada ha de ser para Gloria de Dios debemos esforzarnos -como en todo- en purificar nuestra intención.

    Dejaríamos de estar pretendiendo verdaderamente el servicio de Dios, aunque hiciéramos todas estas cosas y más (víd. I Cor. 13,1-3) si no sabemos desprendernos de la tentación de añadir a cada paso ‘¡y esto es lo que siempre hemos mantenido!’ No hay frase con tanta apariencia de justicia y tan destructiva para el amor como el ‘ya te lo dije’ o el ‘ves como tenía yo razón’, y eso tanto en un matrimonio como en el seno de la comunidad cristiana frente a la política.

     Para que se reconozca la razón que nos ha asistido durante tanto tiempo hay que tener la paciencia de esperar a que el reconocimiento sea espontáneo, y si no, esperemos un poco más y nuestra recompensa en el Cielo por buscar puramente la gloria del Señor será aún mayor.

     Siempre me extrañó por qué Nuestro Señor proclamó a San Juan Bautista el mayor de los nacidos de mujer (Mt. 11,11), y no fue por nepotismo, por eso de ser primos, sino porque nos dio el máximo ejemplo de amor a Cristo que se espera de nosotros en este punto: "Esta es, pues, mi alegría, que ha alcanzado su plenitud. Es preciso que Él crezca y que yo disminuya" (Jn. 3,29-30). Imitémosle, que Cristo crezca hasta reconocerle el mundo por rey, y disminuyamos nosotros nuestro papel en ello, si nos cabe alguno.

 

 

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      Así pues, para la predicación del Reinado Social de Cristo ¡Duc in altum!, ¡rememos mar adentro!, que esta consigna nos proporciona la última razón de la novedad del neoconfesionalismo: en este siglo que comienza es el espíritu que nos anima el que ha variado, ya no es mera voluntad de resistencia a ultranza, sino moral de conquista y de victoria.

 

 

¡Duc in altum! y ¡Viva Cristo Rey

 

Luis María Sandoval

 

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